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PRELUDIO | Daniel Hernández

Actualizado: 1 sept 2020

Los focos principales del escenario y el hilo musical se apagan. Una playlist cuidadosamente escogida por el manager, siempre in crescendo. Se oye el grito de alegría del público. Un grito nervioso que no conoce de nacionalidades, suena igual en todos los lugares del mundo. Unas luces secundarias enfocan el cartel con el nombre del grupo en letras rosas con sombreado. Un poco hortera en mi opinión. Toni me ofrece una cerveza y acepto a regañadientes. Es una apuesta arriesgada, esta cerveza puede ser la que haga estallar mi vejiga como un volcán en erupción. Por suerte estamos bien situados, tenemos unos baños a unos quince metros a nuestra espalda.


Fotografía de Simon Boxus


En todos los conciertos hay dos clases de personas: los primerizos que buscan arañar cualquier centímetro hacia el escenario y los veteranos, equilibristas buscando el punto entre el máximo disfrute y el pragmatismo. Los más novatos llevan camisetas con el nombre del grupo. Por si no quedaba suficientemente claro que te gustan al venir al concierto, seguro que con la camiseta el debate queda zanjado.


La humedad es asfixiante. Miro al cielo como si fuese un experto marinero pescador de atunes. No se ve amenaza aún. Saco el móvil con un movimiento rápido, la app del tiempo no tiene buenos presagios. Por suerte unas azafatas nos han ofrecido unos chubasqueros con el logo de la bebida energética de turno estampado. He cogido dos, no quiero sobresaltos. Si la vida te da limones, haz limonada.


Me palpo el bolsillo derecho y noto el mechero que acabo de picarle a un chico en la entrada. Gracias, mi yo de hace quince minutos, eres un genio. Me felicito por el control de la situación. He estado en este momento cientos de veces, solo cambia el nombre del grupo. Uno de los oompa loompas del staff del grupo sale enfundado de negro y le da un ligero repaso a una guitarra. Las filas adelantadas le lanzan tímidos vítores. Veo a algunos de mis amigos salir corriendo hacia la barra. Creen que poseen algo de tiempo extra, pero me temo que se equivocan.


Me sobresalto según me tocan el hombro. Me giro, un tipo me hace un gesto pidiéndome fuego y asiento con la cabeza. Nos comunicamos con signos como si fuésemos nuestros antepasados de Atapuerca. Los fumadores podemos detectarnos entre nosotros, tenemos un radar. Espero que darle fuego no sea la tónica habitual del concierto.


Los gorilas de seguridad toman sus posiciones. El lacayo afinador de instrumentos sale del escenario que se queda en absoluta oscuridad. Todos contenemos el aliento, ya viene. Los altavoces escupen un redoble de tambor, el truco más viejo del mundo. El grito del público vuelve multiplicado por diez. Unas luces estroboscópicas iluminan al personal. Un grupo de chicas delante de nosotros se lanzan miradas cómplices, sabedoras de que ya no hay vuelta atrás. Las señales son claras, es inminente. Admiro su inocencia, su capacidad para sorprenderse con este ritual de tambores tan manido. Un chico me empuja sin querer, se disculpa y le digo que no se preocupe.


Empiezan a salir los músicos por orden creciente de ego, el bajista siempre es el primero. El ruido del público sigue creciendo, noto un hormigueo en las rodillas. El último es el cantante como casi siempre, se encanta. Desde luego si no se la chupa es porque no llega. Lanza un grito gutural y el confeti estalla. El mismo viento que anticipa la tormenta esparce el confeti por todo el público. Me tapo con las manos para encenderme el cigarrillo. El redoble cesa. Los instrumentos comienzan al unísono con una precisión de cirujano. Allá vamos otra vez.


Fotografía de Simon Boxus



Daniel Hernández

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